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Nombre: albertiyele
Ubicación: Palma de Mallorca, Illes Balears, Spain

15 agosto 2011

Santander, seguimos el día cuatro


Sin embargo por la tarde, ya sola en el hotel, empiezo a sentir una punta de pena, nada, apenas una niebla que empieza a asomar por alguna parte. Antes de que eso me crezca ya imparable salgo a la calle, a pasear, a caminar.
Recorro la costa, voy y vengo por la playa del Sardinero. Hay chicos con tablas de surf, o de morey, camisetas de neoprene; familias enteras que charlan al sol; grupos de amigos jóvenes que juegan a la pelota en la arena. Estas playas se parecen a las mías. Toda la ciudad tiene un aire evocador. Y voy buscando un paseo que apenas veo desde la ventana de mi hotel, donde suelo ver mucha gente caminando pero que no sé qué tiene.
De cerca es claro lo que tiene: unos piletones grandes con animales marinos en cautiverio: focas, leones marinos y pingüinos. Me dan una pena horrible. He visto esa fauna en libertad. Las focas durante toda mi vida en el Atlántico, en las playas marplatenses. Los leones marinos y los pingüinos en el sur, en la costa patagónica, en la Península de Valdés y en la pingüinera interminable de Punta Tombo. Miles y miles de ejemplares barridos por unos vientos que suenan siempre a huracán, que atraviesan la meseta entera desde la cordillera hasta el mar; libres, anidando y buscando la comida para ellos y sus crías.
Ver esos bichos que son para mí la imagen misma de la libertad y la naturaleza más salvaje allí acorralados, sólo porque tuvieron la enorme desgracia de ser cazados, de no saber escapar a tiempo, me cierra la garganta, me llena los ojos de lágrimas. Está anocheciendo. Huyo de allí aterrada ante la idea de ponerme a llorar públicamente, delante de todo el mundo. Hay una familia de argentinos que también parece horrorizada. Me voy, me voy antes de no poder sujetar las lágrimas.
Cruzo la península y veo una calle que sale al otro lado, a la playa de los peligros. Ya es definitivamente de noche. En la playa, preciosa, quedan dos parejas de enamorados y gente que cena en un restaurante frente al mar. Me arremango los pantalones y me acuerdo de que todavía no me mojó el agua del Cantábrico. A ver qué tan fría es. Llego hasta la orilla, los zapatos en la mano, me mojo los pies (no es para tanto, mi Atlántico es más frío, creo) en esa leve espuma con la que el mar viene a morir a Santander, y me quedo sentada en la arena mucho rato. Y pienso en papá, en cuánto le gustaban a papá todos los mares que conoció. Y charlo con él, y le muestro esta playa en la que nunca estuvo y que le hubiera encantado. Y lloro, casi me deshago en llanto. Nadie puede verme. Allí estamos papá y yo solos, frente a ese mar ajeno. Vuelvo al hotel sin consuelo y sin alivio; con un puño que me aprieta el pecho y apenas me deja respirar. Y hago todo lo posible por dormirme, cuanto antes mejor.

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