Diario de viaje: una argentina en Mallorca

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Nombre: albertiyele
Ubicación: Palma de Mallorca, Illes Balears, Spain

06 enero 2009

La Virgen del Pilar dice...

que no quiere ser francesa, que quiere ser capitana de la tropa aragonesa. Así dice la copla. Pero la Vigen del Pilar me dice a mí otras muchas cosas.
Poco antes de venirnos a vivir a España llegó a mis manos una caja con cosas que pertenecieron a mi abuelo Pedro, mi abuelo aragonés. Cosas variadas y mezcladas como en un cajón de sastre, ninguna con ningún valor material. Fotos chiquitas y arrugadas, papeles más o menos indescifrables, anotaciones, esas pequeñeces que uno acumula en algún rincón y qué quién sabe qué azar hace que conservemos. Entre esas cosas variopintas una postal muy antigua con la imagen de la Virgen del Pilar bordada. Muy vieja, toqueteada, resquebrajada, amarillenta. Y en el revés, escritas con una letra pareja y clara, unas pocas líneas: "Hijo mío, espero que seas feliz con esa familia, y que la Pilarica nos proteja a todos. Tu madre." Sin duda era una carta, apenas una nota pero cargada de sentido, de mi bisabuela a mi abuelo. No sé si la escribió de puño y letra o la mandó a escribir; no sé si esa pobre Avelina Bueno sabría escribir, aunque por el lugar y la época en los que le tocó nacer y vivir, lo dudo mucho. Pero sé muchas cosas de la penosa historia de esa mujer, y de las razones que la llevaron a querer decirle a su único hijo semejante cosa.
En todo caso para mí llegar a Zaragoza por el puente del Pilar, ver esa iglesia monumental antes que nada en la ciudad, en mitad de la noche y después de un viaje bastante complicado, fue algo así como volver a cumplir con un encargo. Sentí que ahí estaba con el Bibi y dos de mis chicos cumpliendo una tarea adeudada hace ya muchos años, muchísimos. Y que este viaje me dejaría mucho más que imágenes bellas y comida memorable, que también.

Y en el camino, hielo y nieve


Las rutas de noche tienen eso: no se ve nada. Y antes de que efectivamente viéramos nada el aparatito que llevan ahora los coches en algún lugar empezó a indicarnos "riesgo de hielo, riesgo de hielo" y a tocar pitos de alerta. Mamma mia! Sí, modere la velocidad, prepárese para patinar como si anduviera en una pista de manteca, asústese bien asustado antes de que pase nada. Como si necesitara yo algún tipo de incentivo para asustarme, carajo.

La cuestión es que era noche cerrada; llovía un agua fina y helada, el termómetro del auto marcaba 0º, y enseguida empezamos a alumbrar con los focos pinos enormes con las ramas dobladas por el peso de la nieve y el hielo.

Mientras tanto la radio nos contaba que en la costa catalana la cosa había venido y venía de catástrofe: vientos de huracán, temporal de frío y nieve, muertos arrastrados por el oleaje enfurecido. Una noche preciosa para andar por esos caminos de Dios.

Llegamos a Zaragoza cerca de la medianoche. La verdad es que la desgraciada que nos habla sin parar nos llevó esta vez derechito hasta la puerta del hotel. No paró de llover desde que bajamos del barco en Barcelona hasta que llegamos.

Cruzamos el Ebro, impresionante, y vimos las cúpulas del Pilar. En mitad de la noche, muertos de frío y de hambre, con todo el cansancio del viaje y la tensión del clima horrible, aquellas cúpulas nos dejaron a los cuatro mudos. Son preciosas. Y son acogedoras. Por ahora ahí va la foto que sacaría dos días después. Ya les contaré.

Rumbo a Zaragoza, el frío


Y ahí los tienen a los tres, todavía en el puerto de Palma, en un mediodía gris. Pero sigamos: recién llegados a Barcelona enfilamos rumbo a Zaragoza, nuestro primer destino, guiados por lo que sería la novedad del viaje: el nunca bien ponderado GPS. Un aparatito que ahora nos parece el colmo de la sofisticación y que dentro de unos años nos resultará ridículo, que nos va diciendo con una voz de mujer rarísima: doble a la derecha y siga recto durante 16 kilómetros, o cosas parecidas.
La desgraciada, a la que ahora que pienso todavía no bauticé, pero ya llegará, ya llegará, nos sacó de Barcelona más o menos rápido. Pero no reconoce las calles cortadas, ni los arreglos, ni los carteles provisionales de desvío; así que cuando todos los coches que salían del barco iban para allá, nosotros doblamos para acá, por una calle que obviamente no tenía salida. A pesar del deslumbramiento de mi Bibi, que se enamoró perdido del aparatito, yo sigo pensando que simplemente siguiendo los carteles y con un planito de papel, hubiéramos salido igual y sin aguantar a la pesada que insiste: doble a la derecha, entonces, doble a la derecha y doble a la derecha.
Pero en fin: autopista y rumbo a Zaragoza. En cuanto estuvimos ya encaminados o autopistados paramos a tomar algo caliente y sacudirnos el mareo del barco. Hacía un frío espantoso. El bar del camino en el que paramos era una verdadera desolación. Y sólo entró una familia, matrimonio y dos hijos (así, de paso, cuánto hace el dinero y el esfuerzo por nosotras las mujeres ya de una edad: la madre se veía bastante bien; el marido, bastante estropeado; los dos hijos, parecidos a ella en realidad, desgraciadamente feos; feos con ganas; feos de ay mamita qué feos. Yo os quiero confesar, don Juan primero, que aquel blanco y color de doña Elvira... y sigan, si se acuerdan) que venían con nosotros en el barco. ¿Que cómo los reconocí? Porque además de dos hijos feísimos ella tenía una cartera de Loewe divina, y las mujeres miramos esas cosas.

Tarde noche de Epifanía


Hoy es 6 de enero. Ni les cuento en qué lugar exacto del mundo me gustaría a mí estar en este día tan mágico porque ya todos lo saben. Pero ocurre que estoy en la helada Barcelona, y también está muy bien. A no quejarse, que con las noticias que corren estos días toda queja resulta un esperpento.

Pero lo que yo quiero hoy regalarme es una de esas crónicas viajeras que he hecho desde la infancia, y que durante mucho tiempo pensé que ya no volvería a hacer. Quizás los viajes sean lo mejor que nos pasa en la vida; esa especie de remanso al que volvemos con la imaginación cada vez que las cosas no van bien, cuando queremos escaparnos de la rueda monótona que suele ser la vida de todos los días. Así que un viaje, este viaje, es el mejor regalo, el dinero mejor gastado, lo que no se nos gastará, ni pasará de moda, ni nadie nos robará, ni se nos quedará encerrado en ningún corralito, ni se nos perderá, ni nos lo olvidaremos, descuidados, encima de cualquier asiento de un taxi.

Y ahí vamos, a empezar. Retrocedamos un poco. Arrancamos desde Palma en el ferry el 26 de diciembre. Amenazaba tormenta, y llovía cuando llegamos al puerto. Pero todavía nos dejó pasear un rato por el barco, y hasta comer algo en un comedor enorme y semivacío, self service, de esos que huelen a híbrido. Tienen algo de artificial y de palmera de plástico los barcos de ahora, como se ve en la foto, que no termina de gustarme. Es como si quisieran convencernos de que sólo por el hecho de subirnos a un barco cualquiera ya estamos navegando por las cálidas aguas del Caribe. Veo esos viejos barcos enormes en las fotografías, lujosos, brillantes, y me da como una nostalgia de un pasado que ni siquiera conocí. Pero en fin: tenemos camarotes, porque es el ferry lento: algo más de 7 horas de navegación que ya conozco. Bordeamos la costa de Mallorca hasta la isla Dragonera, y de ahí a cruzar el charco.

Creo que todavía bordeábamos la isla cuando empezó el baile, que fue aumentando el ritmo hasta llegar a destino. Poco antes de entrar al puerto de Barcelona se sacudió de tal manera que nos tiró las copas, los bolsos y hasta la tele de arriba de la mesa del camarote. En el comedor se venían abajo las pilas de platos, y yo temí que nos dejaran varados frente al puerto durante horas. Pero no. Salimos puntuales y llegamos puntuales. Toda una suerte. Cerca de las 8 de la tarde, ya noche cerrada, bajábamos con el auto a tierra firme. El mar golpeaba la escollera y el viento nos sacudía el coche entero. Aquello estaba peor de lo que parecía.