Diario de viaje: una argentina en Mallorca

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Nombre: albertiyele
Ubicación: Palma de Mallorca, Illes Balears, Spain

21 noviembre 2017

Y el taller de encuadernación mallorquín







Hace unos tres años pusieron casi al lado de casa una tienda preciosa de artesanías. Me paraba muchas veces a mirar las vidrieras creativas, luminosas, llenas de cosas insólitas y en desuso reconvertidas con buen gusto y manos, muchas manos. Elásticos de colchones, bicicletas estropeadas, máquinas de escribir, ramas o tablas de madera que parecían restos de naufragios, todo aparecía en esas vidrieras con una vida nueva. Y un día vi el cartelito: "Encuadernación".

Entré a preguntar, pero me dijeron que ya no había lugar. En fin, que podía anotarme en lista de espera. Y un tiempo después, me llamaron. Este taller no tiene casi nada que ver con aquel porteño en que compuse tantísimos libros rotos. El lugar es cómodo, limpio, alegre. Mis compañeras, y la profe, Joana, son mujeres más o menos de mi edad, y aunque al principio creo que ellas y yo teníamos algunas prevenciones, muy pronto vimos que todo funcionaba bien, muy bien.

Poco me acordaba ya de lo que había aprendido hacía tanto tiempo, pero no sólo volví a arreglarme algunos de mis queridos y viejos libros descalabrados, sino que aprendí a hacer muchas cosas nuevas, divertidas, completamente distintas a todo lo que había hecho antes. Ahora estoy con unos cuadernos de tapas de cuero, pero hice cajas de sombreros, algún marco para fotos, un poco de todo.

Y además encontré un lugar en el que me siento querida. Mis compañeras de encuadernación, "mis amiguitas" como me gusta decirles, me quieren, y me han hecho más ligeras muchas tardes del invierno pasado que fue duro, duro preludio del verano que vendría. Joana, Cati, Magdalena, Maribel, Pilar, y desde hace poco Yolanda,
y yo, que hasta hace tan poco éramos perfectas desconocidas y quizás nunca nos hubiéramos encontrado sin ese taller, ya hemos ido tejiendo lazos personales entre cartones, hilos, cola y pinceles. Son otra, una más, de las muchísimas cosas maravillosas que me dieron los libros.

Mi vida, pienso muchas veces, está como bendecida por los libros.


20 noviembre 2017

Los libros rotos




Algunos de aquellos libros que encuaderné allá y que están acá. Uno, el de Blasco Ibáñez, tiene una historia como de novela que conté aquí mismo hace ya años.

http://albertiyele.blogspot.com.es/2006/05/el-destino-de-un-libro-azar-o-voluntad.html?m=1


En los últimos años porteños había empezado a aprender a encuadernar. Iba a un taller organizado por el Departamento de Extensión Universitaria de la UBA, que funcionaba en los sótanos de la Facultad de Ciencias Económicas, en la esquina de Avenida Córdoba y Uriburu, en un barrio que tenía para mí viejas resonancias de mi vida universitaria. Las clases eran un día por semana a la tarde temprano, y llegar a tiempo me costaba sudor y lágrimas. Salía de dar clases y volaba a mi curso, y recorría medio Buenos Aires en el aire, necesariamente en coche y sin distraerme en mirar ni para arriba ni para los costados (ahora, tan lejos Buenos Aires, pienso cuántas cosas me perdí, cuántos balcones, cuántas de esas cupulitas divinas de los primeros años del siglo XX, por ir corriendo como loca por esa ciudad que me parecía que no me iba a faltar nunca), porque si no era imposible. Y al terminar, a volar otra vez a buscar a los chicos al colegio, en el baúl el canasto cargado de telas, de libros descuajeringados unos, y otros ya arreglados, de cartones e hilos y agujas y tiras de cabezadas de colores.

En aquel subsuelo un poco siniestro había  funcionado la imprenta de EUDEBA, y antes de eso la morgue de la Facultad de Medicina, que está muy cerca. Había viejas herramientas y aparatos ya en desuso de aquella imprenta, que parecían mastodónticos instrumentos de tortura oxidados y  enmohecidos. Con uno de esos mecanismos de funcionamiento delicado y peligroso, me reventé literalmente el último huesito del meñique de la mano derecha una tarde, intentando ajustar un libro para redondearle el lomo.

La profe era una vieja obrera gráfica, porteña hasta el tuétano, que parecía un personaje de uno de los tangos que sonaban toda la tarde en la radio del taller. Aprendí muchísimo con ella, que tenía mucho oficio y lo transmitía con pasión y buen humor. Los alumnos éramos un grupo muy heterogéneo de gente de diversas edades y condiciones, y tengo de esas tardes, encerrados todos en ese lugar extraño, como sumergido en las entrañas de Buenos Aires, y al que se accedía por una especie de laberinto de pasillos y escaleras,  un recuerdo como de felicidad secreta. Y además me arreglé unos setenta libros, que me quedaron preciosos y que me sigue dando placer ver en los estantes, sin terminar de creerme todavía que los arreglé yo, con estas dos manitos y cartón y cola y tela y paciencia, muuuuucha paciencia.

Varios de esos ejemplares los regalé. Andan algunos de esos libros cosidos por mí en un sótano de Buenos Aires, por rincones del Uruguay, de España, de Argentina. La mayor parte sigue en mi casa porteña. Algunos, pocos, están aquí conmigo, en una isla en el medio del Mediterráneo (como yo, ellos tampoco entenderán del todo cómo cazzo vinieron a parar tan lejos,  y tan rodeados de agua). Hace muy poco, y por otro asunto, charlé con un querido amigo de eso: es curioso a veces, muy curioso, el destino de los libros.

Cuando llegué a Palma busqué y pregunté por aquí y por allá. Pero tardé más de diez años en encontrar dónde seguir componiendo libros. Palma puede ser muy hermética. Cuando

05 noviembre 2017

Domingos en el paraíso

¿Qué sustancia pegajosa, densa, imborrable, nos cubre y nos envuelve, como una nube tóxica, la tarde de los domingos?

Esa pregunta tantas veces repetida me hace pensar y pensar. Creo que algo posible es que sea la contracara de esa euforia, de esa especie de burbujeo sin motivo, de los viernes a la tarde o los sábados a la mañana. Quizás en algún lugar oscuro y profundo creamos que ese fin de semana, ese por fin, va a pasar algo que nos devuelva a la vida de luces y colores que deseamos, que todos deseamos. Y el final del domingo es la certeza de que todo sigue igual. La vida encarrilada, embretada como siempre, encerrada en el mismo pasillo angosto que nos hemos ido construyendo ladrillo por ladrillo.

Ni en el paraíso nos salvamos de la gota amarga de los domingos a la tarde. Ay.

El valle de los naranjos

De todos los paisajes de Mallorca creo que el que más encaja en la idea que tenemos de Mediterráneo es el del valle de Sóller. Desde Palma, se puede llegar en unos veinte o treinta minutos cruzando las sierras por el túnel (5,10€ de ida, 5,10€ de vuelta de peaje, el único en toda la isla; es caro); o subiendo por un lado y bajando por el otro, por una carretera bien mantenida pero de abismos y curvas de vértigo. Por donde se vaya, hay un momento en que el valle entero se nos presenta como en un escenario allá abajo y es de esos lugares que dejan siempre casi sin aliento.

Casas de piedra, naranjos, limoneros, olivos, almendros, las agujas sueltas de dos o tres cipreses por acá o por allá, las cúpulas de las iglesias, las torres de los campanarios, el fucsia furioso de algunas buganvillas trepando por los muros, toda una declaración de mediterraneidad hecha de naturaleza y sabia intervención humana.

Ayer no entré al pueblo (que es precioso y merece él solo muchas palabras y muchas fotos); seguí hasta el puerto, caminé con Manolito por la playa; escuché, como hago siempre, jugosos fragmentos de conversaciones ajenas (en inglés, en catalán, sobre todo en francés, que es casi la lengua oficial de los turistas que visitan Sóller),  me tomé un café con una porción de tarta de ciruelas; vi atardecer en ese puerto como una adivinanza, al que hay que descubrirle la bocana entre dos faros; saqué fotos hasta que se hizo ya de noche, y me volví para casa.

Acababa de ver una puesta de sol luminosa en el Port de Sóller, las mesas de las terrazas ya dispuestas para la cena bajo la luna y las estrellas, con las estufas otoñalmente encendidas. Y apenas salí del otro lado del túnel, tres kilómetros que siempre me inquietan un poco, el cielo de Palma era un escándalo de truenos, rayos, relámpagos, como una función de fuegos artificiales a lo grande. Manolito levantó las orejas, dejó de lamerme la mano apoyada en la palanca de cambios, se hizo un ovillo compacto y algo trémulo en su asiento, y cerró los ojos. Diez minutos después estábamos los dos en casa, ya seguros, y empezaban a caer las primeras gotas. Era noche cerrada. Sóller y su crepúsculo de cielo azul habían quedado del otro lado de las montañas, como en otro mundo más pacífico, ajeno a las tormentas.








03 noviembre 2017

La misma




Me sacan una foto de perfil en el atardecer de Palma, y a mí me recuerda a otra, que busco y, como un milagro, encuentro.

Es otro atardecer de hace casi cuarenta años en Fiesole, un pueblito que mira desde arriba a Florencia y al que nunca volví.  Recuerdo esa tarde de enero del 79 con todos los sentidos: el olor agudo de los pinos, las campanas de la iglesia mezclándose con las risas de unos chiquitos que salían de la escuela, el frío que me secaba los labios y las manos. Y una cierta plenitud, esa sensación  poco frecuente de lucidez, de intuición de todo, de tiempo detenido. Y click, la foto.

Ahora es otro el paisaje, el lugar, el tiempo; otra, muy distinta, mi vida, que entonces era nueva, tan de todo por estrenar. Pero miro una foto y otra y resulta que yo soy la misma. Un ovillo de miedo y protección en que me encierro; las palabras, que lo llenan todo y que siempre me faltan; la curiosidad  y la pasión por lo que pasa alrededor, por el tiempo en el que vivo; la literatura, que me acompañaba y me refugiaba y lo sigue haciendo. La sensación de que mi vida tenía que ser otra, que en algún lugar yo me olvidé mi vida y tengo que ir a buscarla.