Diario de viaje: una argentina en Mallorca

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Nombre: albertiyele
Ubicación: Palma de Mallorca, Illes Balears, Spain

24 diciembre 2005

Esta noche es Nochebuena

¿Qué puedo decirles hoy? Mi nene, mi Joaquín, el bebé de mi alma, está aquí con nosotros. Ha llegado con su Julieta ayer a la tarde, y mientras él esté aquí yo podré decir que esta es mi casa, nuestra casa. Mi Joaco está en casa.
Pero tengo poco tiempo porque estoy aprovechando que se fueron todos a hacer compritas de último momento, y en cuanto vuelvan me pasará como a la Cenicienta: la carroza se me convertirá en calabaza. A mí, en realidad, se me convertirá la computadora en un lugar prohibido. Así que como esta noche es Nochebuena, como esta noche celebraremos como millones en el mundo entero que nos ha nacido un Mesías, que vino para salvarnos (que no para juzgarnos, no; de eso ya nos ocupamos los unos con los otros, con la dureza y la intransigencia de demonios, no de dioses) a los vivos y a los muertos, sólo puedo decirles feliz navidad. Feliz navidad. Para todos, feliz navidad.

15 diciembre 2005

Las uvas de la Noche Vieja

Cuando yo era chica (no tan chica, en realidad ya bastante grandulona, pero ahora que me voy poniendo vieja me recuerdo a mí misma entonces y me parece que era una niña. La comparación, vio?) y durante muchos años, pasábamos la fiesta de fin de año en un restaurante de Mar del Plata que se llamaba Los Vascos. Era chiquito y con aspecto de bodegón, y estaba regenteado por su dueño, un vasco viejo y también chiquito que le sacaba jugo al negocio a un lado y otro del Atlántico: los veranos australes allá, los inviernos australes acá. Allí año tras año aprendí a tragar uvas al ritmo de las doce campanadas, tradición española que en mi casa nunca se había seguido. O para decirlo mejor: a llenarme la boca de uvas a medio masticar hasta terminar atragantada de uvas y con una cierta sensación de inutilidad y de infortunio. Lo uno porque al terminar la ceremonia siempre descubría que la única infeliz de todo el restaurante que no podía ni besar a la familia, los cachetes inflados de pellejos y semillas y carnosidades de uvas, era aquí la servidora. Lo otro porque las uvas tragadas supuestamente tenían el poder de otorgarle buenos designios a cada uno de los meses del año que empezaba. Así que siempre me esforzaba en recordar en qué mes había empezado yo a acumular frutitas en la boca (¿el 4? ¿el 5? seguramente no más que eso) sin poder tragármelas, para ir previendo a qué altura del año me llegaría la tan temida mala fortuna.
Y hubo un año, el comienzo del 79, que pasé la noche de fin año en Madrid. Andaba entonces por los veintipico, había venido en un viaje inolvidable, con una amiga también inolvidable, y por consejo de un joven medio borracho decidimos que empezaríamos el año en la muy madrileña Puerta del Sol, donde supuestamente "cogeríamos a toda España". "Id a la Puerta del Sol que allí cogeréis ricos y pobres festejando; cogeréis a toda España", nos prometió el mamado (después, bastante después, aprendería que los alardes envalentonados de los hombres no merecen ningún caso, y mucho menos si te los dicen en medio de una mamurria que les traba la lengua y la sesera; pero en fin, eso será otra historia). Lo que sí cogimos fue un fresquete memorable, una borrachera de sidra tomada del pico de la botella que ni les cuento, y la ya famosa ceremonia de las doce uvas bajo el cielo estrellado de Madrid, con multitudes, eso era verdad, de ricos y pobres más o menos igual de borrachos que nosotras dos.
Hace ya unos días que me viene rondando la idea de que este año otra vez, después de muchos, voy a tener que ejercitarme en la deglución veloz y angustiante de uvas, que además no es que me gusten demasiado. Pero hoy encontré, por fin, la solución. En el supermercado de El Corte Inglés de Jaime III,que es el más chiquito pero el más paquete (mis hijos ya le dicen "pijo", yo prometo formalmente que no lo diré nunca) y el que me queda más cerca además. (Y ya que empecé a poner paréntesis y me agarra justo en el supermercado, añado: escucho lamentos teléfonicos de mi madre sobre el precio de la carne en mi Buenos Aires querido. No sé si les servirá de consuelo, pero quizás sí de explicación: 25 euros (hagan cuentas, hagan cuentas) el kilo de solomillo de ternera (lomo bah). Me parece que es muy probable que los productores de carne argentinos estén mandando para acá buena parte de nuestras criollas vaquitas, que después de todo son ajenas, no lo olviden. Las nuestras, desde siempre, son las penas. Y les cuento que aquí hay carne argentina, hasta la empaquetada al vacío de Cabaña Las Lilas, a la que, como imaginarán, ni me animo a mirarle el precio por miedo a ponerme a aullar allí mismo, en medio de la carnicería del Corte Inglés más paquete de Palma, que quedaría horrible) Y sigo: venden unas latitas chiquitas, facilísimas de abrir, con exactamente 12 uvas en almíbar, sin piel, sin semillas, y sospecho, por el tamaño de la lata, que minúsculas. Eureka! Ah lo que es el primer mundo che! Cómo te resuelven los problemas profundos de la vida! Lo que es la tecnología del envasado! ¿Y será que lo de la prosperidad no quedará un poco diluido en el almíbar, y empequeñecido y como mezquino por el tamaño de las uvas, digo yo? En fin, al menos me las podré tragar sin tanto esfuerzo. Salud! Salud y pesetas!

14 diciembre 2005

De los olivos, las fiestas y otras cosas

Ayer a la mañana leí en el diario que a las 7 de la tarde habría fiesta en la Plaza de Cort. ¿Que qué es la Plaza de Cort? Bueno, algo así como nuestra Plaza de Mayo. Está en el pleno corazón del centro histórico y por allí, sobre todo en los días de semana, desfila una multitud variopinta de gente que trabaja (es la zona de las dependencias administrativas de Palma), turistas que sacan fotos, que bajan o suben hacia la Plaza Mayor (ya les hablaré de la Plaza Mayor, que aquí también la hay, faltaba más, y es preciosa), señoras que van de compras, mangantes que se acercan a cualquiera que parezca más o menos próspero (si, eso también hay), parejas que pasean del brazo y a las que a mí, imaginación un poco afiebrada, me gusta inventarles historias de amores apasionados y furtivos; quizás sean amantes que se encuentran aquí en Palma y viven muy lejos, quizás sea la última vez que se encuentren y se están despidiendo para siempre; quizás se encuentran por primera vez, y están en esa etapa del amor en la que hay como un burbujeo que marea y fascina y que dura, ay, tan poco. En fin, pavadas. Quizás, después de todo, sean un matrimonio medio aburguesado y aburrido, y van del brazo sólo por la fueza de la maldita costumbre.
Pero yo hablaba de la Plaza de Cort y su mundo de gente, su pequeño bullicio cotidiano. Quizás, estoy pensando ahora, yo aprecie cosas que los palmesanos ya no aprecian; quizás mi mirada, nueva, virgen, me destaque cosas que dentro de un tiempo ya no veré más. Aprovechemos.
En el medio de esa plaza, que como todas las plazas de aquí es en realidad una plaza seca, hay un olivo centenario tan perfecto y tan prolijamente cuidado que parece de mentira. El olivo no es un árbol majestuoso; el olivo no es un árbol brillante ni de un color llamativo ni vistoso. El olivo es opaco, arrugado, con un retorcimiento casi deforme que le van dando los años; con unas hojitas chiquitas, casi despreciables si uno las viera en el suelo, un poco grises, de un verde mustio; con unas ramitas medio escuálidas, que parecen frágiles. El olivo no tiene una gran altura, ni una copa importante, ni nada. El olivo es un árbol al que hacen bello, y qué bello, los años. Tiene como una dignidad en la vejez, como un estilo de enigma, como si nos llamara la atención, a nosotros, tan humanos, por lo que tiene de pura naturaleza y de pura historia allí, expuesta, mostrada, visible. Uno no puede menos que preguntarse cuántas cosas habrán pasado al lado de ese olivo, por cuántas tormentas, cuántos soles furibundos, aguaceros, vendavales, habrá pasado este árbol que lo resiste todo y sigue, oh maravilla, dando olivas. En fin: el olivo de la Plaza de Cort es algo así como el corazón palpitante de Palma: allí se organizan las fiestas, y también las protestas; y allí se va a tragar uvas, hasta completar las 12, en la medianoche de la Noche Vieja, mientras suenan las campanadas del reloj del Palacio de Cort. Y allí ayer tocaba la banda municipal, como parte de las celebraciones navideñas.
La actuación de la banda, la verdad, no fue muy lucida. No sé si habrá sido el frío (el aire helado casi raspaba en la garganta) que les destempló los instrumentos o las manos a los músicos, pero en realidad no me importó, porque yo estaba entretenida viendo al público. Gente grande, muy grande, que desafiaba el frío (y estoy ya aprendiendo que aquí la gente mayor no es fácil de amedrentar; en el verano tórrido los ves circular en pleno mediodía, derechitos y ágiles, mientras el sol derrite las paredes; y ahora que hace un frío que te congela el alma, allá los ves, paquetones, ellos con boinas o sombreros, sobretodos, guantes; ellas con tapados y bufandas, abrigadas con gorros de lana, con sus carteras al hombro, en la calle, paseando. Tienen algo de la fuerza del olivo en la vejez los españoles, que me gusta, que casi diría que envidio), familias con chicos chiquitos, y algo llamativo: mucho rubio, mucho nórdico. Hasta había unos puestitos de venta de cosas típicas de la Navidad atendidos por suecos; centros de mesa, adornos de muérdago para las puertas, mantelitos, galletitas con moños rojos, gorros de Papá Noel, delantales de cocina colorados, navideños.
Y por qué tanto nórdico, me preguntaba yo. Bueno, porque la fiesta verdadera empezaba en realidad después de la banda municipal. Resultó que ayer era Santa Lucía ("la santa protectora de las modistillas, que por eso vengo, porque es mi santa patrona", me dijo una señora a la que le pregunté qué era esa música que sonaba a los lejos) y parece que es el día que en la tradición sueca se celebra "la fiesta de la luz". Así que por allá, por el carrer de Colom desde la Plaza Mayor, venía bajando un coro de niños rubísimos, blanquísimos, suequísimos, detrás de una niña igual de rubia y blanca y sueca, vestidos todos de blanco y portando velitas, que se ubicaron en las escaleras del Palacio de Cort y nos regalaron unos villancicos de navidad y unas cancioncitas verdaderamente deliciosas. La comunidad sueca de Palma sigue aquí con la tradición, y van a ver ese festejo que resulta un poco exótico pequeñas multitudes. Y como todo se enreda y se mezcla, aquí pasó a ser la celebración de Santa Lucía, que estamos en España, tierra de santos.
Y para dar una nota de color a tanto festejo hubo también ayer allí mismo no una sino dos manifestaciones de protesta: una de taxistas que reclaman más seguridad (han matado de una manera salvaje a un taxista en Bilbao hace pocos días), y otra de la UGT que reclama que no se explote a los inmigrantes ilegales. Pero de eso, de la parte de las protestas, les contaré después. Por lo pronto: nada menos parecido a lo que nosotros, argentinos, traemos grabado en la memoria colectiva como una manifestación de protesta. Ni en los "protestantes" ni en los que los miraban protestar.
Y yo miro y aprendo. Tengo mucho que aprender.

06 diciembre 2005

Es diciembre ya. Hace frío, los días son cortísimos. A las cinco y media de la tarde es ya de noche. Hay mucha gente por la calle, que pasea abrigada, que se reúne con amigos, que compra, compra,compra. El sábado pasado la alcaldesa de Palma inauguró oficialmente la iluminación navideña de la ciudad (que no es gran cosa, la verdad, pero es bonita), y hay ya grupos de chicos cantando villancicos en la calle de San Miguel, en la Plaza Mayor, frente a la iglesia de San Nicolás, en las Ramblas. Los puestos de flores ofrecen macetitas con estrellas federales, rojas, tan bellas. Las tiendas han adornado las vidrieras con trineos, con nieves, con borlas de colores, con figuras de Santa Claus de todos los tamaños. A la noche sopla un viento helado, y la gente en la calle se encorva, se tapa la cara, mete las manos en los bolsillos. Durante el día el sol, cuando sale, es generoso, pero llueve un día sí y otro también. En todos los negocios se siente como un movimiento inusitado de compras, de billetes de euros que van y que vienen; hay colas para pagar en Zara, en El Corte Inglés, en todos los locales de los centros comerciales. Aparecieron multitudes de tiendas de chinos que venden pinos de plástico, luces de colores, adornos más o menos caros, más o menos lindos, como allá, como en todos lados.
Y yo extraño. Extraño a mi Joaco, extraño el perfume de los jazmines que inunda las calles en diciembre, y que anuncia que llega la Navidad y el verano. Extraño mi barrio, mi calle, mi loma marplatense. Me imagino las tardes en el porche de mi casa, en diciembre, tan serenas. El jazmín celeste debe estar florecido; las hortensias, colmadas de flores todavía sin terminar de abrir, el limonero debe extrañar quien le saque las pestes, los rosales reventarán de flores. Por la loma subirá un olor de tilos en flor que llena el aire, el cielo tendrá ese color que sólo tiene el verano de mi barrio. Y a la noche la luna saldrá por atrás del Cabo Corrientes a iluminar mi playa de siempre, mi playa de la infancia. Ay qué nostalgia, qué nostalgia y qué pena.

02 diciembre 2005

¿Italia es Europa?

Qué pregunta! Pero qué pregunta esta mujer, dirán ustedes. Sí, claro, Italia es Europa. Y para entrar a la próspera y prometedora Europa Italia debe haber tenido que hacer muchos deberes, cumplir unos parámetros, adecuarse a unas normas, qué sé yo. Lo que sí sé es que Italia, la bella Italia, para entrar a Europa, para entrar por la puerta grande a juntarse con los parientes ricos, no renegó de los parientes pobres, y no desheredó a los nietos (y bisnietos y tataranietos y chosnos, y hasta los mismísimos descendientes de Julio Cesar mirá) que miles, cientos de miles de italianos (prolíficos y machazos) desparramaron por el ancho mundo. Ni siquiera, y miren lo que les digo, de los nietos que las italianas (también prolíficas, pero no machazas) desparramaron por el ancho mundo.
Así que aquí en España hay muchísimos argentinos que no son argentinos. ¿Que qué quiero decir? Quiero decir que cuando lean estadísticas que dicen que los argentinos somos la comunidad de inmigrantes tercera o cuarta en cantidad en España, no hagan ningún caso. Hay, habemos, muchísimos más de los que figuran como argentinos, sencillamente porque entraron y trabajan con pasaporte italiano, es decir comunitario. Y no tienen ningún problema, no les preguntan nada, no andan por los aeropuertos temblando ante la idea de que no los dejen entrar, hasta, miren qué detalle, qué finura, casi no hacen cola en Barajas, porque los comunitarios van por un lado y nosotros, que somos feos sucios y malos (¿o esos eran italianos también? dejémoslo) por otro (uno al que le podrían poner, por ejemplo, "por aquí los desgraciados" 0 "sudacas, magrebíes y apestados varios por aquí". Les estoy dando ideas, no me digan).
Pero, ay, yo soy casi pura España. Desgraciadamente yo no he tenido nonos, sino abuelos. Españolísimos abuelos, que no me hicieron española, sino argentina, y en vez de pasaporte comunitario me dejaron libros, lengua, guiso de lentejas, cach´en diez!. ¿Como era aquello de para nosotros, para nuestros hijos y para todos los hombres de buena voluntad que quieran habitar el suelo argentino? No, eso era otra cosa. Y después de todo Colón era italiano también, así que por cualquier reclamo, ya saben: a llorar a Génova. Bienvenidos. Bienvenidos a España.