El destino de un libro: azar o voluntad.
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¿Conocen a Dolina, a Alejandro Dolina? Supongo que muchos de ustedes sí. Yo siento por Dolina ese sentimiento que guardo para la gente que me ha hecho disfrutar algo de la vida. Noooooo, no sean malpensados. Jamás lo vi de cerca siquiera. Pero me ha acompañado con su voz y su pensamiento y también sus ocurrencias en muchas madrugadas porteñas; y me ha hecho reír hasta llorar, sola en la cocina de casa, mientras todos dormían. Bueno: Dolina dijo una vez, y seguramente lo debe de haber dicho varias porque como buen conocedor de la radio sabe que el público nunca es exactamente el mismo, que los libros nunca llegan a nuestras manos por azar; que cuando leemos un libro es porque ese libro tiene algo para decirnos precisamente en ese momento de nuestra vida, como si hubiera una capacidad mágica en las páginas; algo, un mensaje, que nos está predestinado.
Me reí cuando lo escuché, y lo tomé como lo que sigo creyendo que es, una humorada ingeniosa de Dolina. Pero por esa misma época, que fue a comienzos del año pasado, me pasó algo por lo menos curioso y que les voy a contar ahora.
Yo "heredé" de mi abuelo paterno, abuelo Pedro, muchos libros. Lo de "heredé" fue entre comillas porque en realidad no hubo nunca un acto formal de herencia, pero abuela Luisa, su mujer, me fue regalando año tras año para mis cumpleaños alguno de los libros que seguían en la biblioteca de su casa sin que nadie los leyera; como lo sobrevivió muchos años y vivió, ella, una vida larga, de ese modo ligué unos cuantos. Otros me tocaron en el reparto más o menos desigual de las cosas que quedaron en su casa cuando faltaron los dos. En fin: para mí no pudo haber herencia mejor, así que no tengo de qué quejarme.
Muchos de esos libros, la mayoría, estaban cuando llegaron a mis manos en estado de verdadera calamidad. Eran ediciones rústicas, muy baratas, y seguramente leídas y releídas por abuelo, y después cruelmente abandonadas a su suerte de humedades y polvo en estantes de biblioteca que se ve que abuela, la muy francesa, no frecuentaba ni siquiera para limpiar. Como contrapartida tenían varias virtudes: eran generalmente buenos títulos, casi siempre ya muy difíciles de encontrar en librerías de Buenos Aires; por la misma rusticidad de las ediciones estaban hechos de un papel grueso, basto, que resistió bastante bien los embates del tiempo (fiera venganza la del tiempo, dice el tango), y por último: casi todos tenían, tienen, alguna anotación, algún subrayado, alguna marca de lectura de mi abuelo.
De a poco los fui leyendo todos, con un placer demorado y doble: la lectura y también el regodeo en el objeto, en el libro en sí. Muchos de ellos están en Mar del Plata, porque allí era donde abuela me los daba de regalo: cumplí todos los años de mi vida en esa casa (no, ya sé, todos no; pero este que cumplí es de otra vida, aclaro). Y el último verano que pasé allá a mamá le dio por hacer pintar la sala donde está la biblioteca, así que hubo que vaciarla; y ya que estaban todos los libros metidos en cajas y había que volver a acomodarlos en su lugar, aproveché una tarde de lluvia marplatense para hojearlos, limpiarlos, toquetearlos un poco.
Apareció, como si nunca hubiera estado allí, un libro raro. Absolutamente descuajeringado, con las tapas de ese papel grueso rotas casi en pedazos, descosidos los cuadernillos, calamitoso; y detrás, o mejor dicho adentro de esa ruina, una novela de Blasco Ibáñez, Los muertos mandan, que no sólo nunca había leído sino que no recuerdo siquiera haber visto antes ni en mi biblioteca ni en ningún lado.
Sin leerlo, sin atreverme ni a hojearlo mucho por miedo a que se me deshiciera en polvo, fue uno de los pocos que en lugar de dejar en la biblioteca marplatense me llevé conmigo a Buenos Aires, para aplicarle mis buenas artes de encuadernadora novata. Finalmente para eso, pensé, había ido yo a aprender a encuadernar, exponiendo como expuse la integridad de mis dedos, que alguno hasta terminó hecho papilla en el intento.
Habrá sido por abril del año pasado que, terminado el verano que fue en mi vida tormentoso, y casi como una terapia, me acordé de esos pocos libros que me había llevado de Mar del Plata a Buenos Aires con intención de arreglarlos. Así que una noche, una vez los chicos acostados, Rubén ya aquí en España, dispuse sobre la mesa de la cocina los ejemplares, o lo que quedaba de los ejemplares, y mis utensilios de encuadernadora: hilos, agujas, pegamentos, colas, pinceles, tijeras, punzones, y una dosis casi infinita de paciencia que Dios parece haberme dado sólo para las actividades manuales (mal repartida la paciencia, sí). Y allí apareció aquel libro, o ruina de libro, del que sólo sabía hasta entonces el título y el autor. Lo cosí prolijamente, a cuadernillos, lo encolé, le puse las guardas y las salvaguardas, lo enlomé, le preparé las tapas, y un buen día, cuando faltaba sólo llevarlo a guillotinar, se me ocurrió leerlo. Y hete aquí que la novela está ambientada en la Palma de Mallorca del siglo XIX, nombra calles de la ciudad que están todavía perfectamente reconocibles en las descripciones, costumbres, prejuicios de los mallorquines, miserias y grandezas de la nobleza insular. Me pareció asombroso, y quise tomarlo como un último mensaje de abuelo, casi una advertencia, un aviso: fijate a donde vas, nena.
Cuando me vine para acá pude haber traído algún libro. Pero no pude o no quise elegir. Si no podían ir todos, no iría ninguno; y así sigo, sin ellos. Pero en uno de los viajes que hizo Joaquín le pedí que me trajera ese ejemplar extraño, que el azar quiso que estuviera añares en mi biblioteca pero que yo lo leyera un mes antes de venirme. Aquí, finalmente, un encuadernador profesional le puso las tapas que habían quedado sin pegar en Buenos Aires, y le doró el lomo. Y yo terminé de descubrir, en la última página, un dato curioso: "ADVERTENCIA: El gran aumento de precios en todos los materiales y jornales que se requieren para la edición del libro así como para la encuadernación, nos han obligado á aumentar los precios de nuestras publicaciones.
Desde el primero de Enero de 1920, el precio de este libro es de 4 pesetas en rústica y 5 encuadernado. LOS EDITORES. 30-XII-1919"
Deduzco por las fechas que el librito llegó a Buenos Aires con abuelo, que lo debe de haber comprado en sus pocos años en Barcelona para cargarlo en su seguramente única valija de madera o de cartón; atravesó con él el mar rumbo a mi país y rumbo a mí también, a mi existencia, en quién sabe qué barco. Y ahora hizo el viaje de vuelta en un vuelo de Aerolíneas Argentinas, 80 años después, en la valija de su bisnieto, mi Joaco, que tiene casi exactamente la misma edad que él tenía cuando arrancó para América.
Original novela la de Blasco Ibáñez ambientada en Mallorca; misterioso destino de idas y vueltas a un lado y otro del Atlántico, de reposos de años en estantes de bibliotecas, de reparaciones y reciclajes el de este libro, que tiene el raro privilegio de ser, hasta ahora, el único que se vino conmigo a Europa.
A veces lo miro, el rey de mi todavía escasa biblioteca mallorquina, y me sonrío: quizás no lo trajo de vuelta a España ningún azar; quizás haya logrado finalmente cumplir su voluntad.
En las fotos: el libro tal como quedó. La advertencia sobre el aumento del precio, y la tapa, que le conservé, tal como estaba cuando lo encontré.