En la foto, de izquierda a derecha: "Rebeca", Celia, "albertiyele", Montse, Diego y "La mirada melancólica"(C)
El año pasado, que fue un año áspero, pasé unos días en Santander. La excusa fue un curso de verano que daba Muñoz Molina en la Universidad Menéndez Pelayo. La verdadera intención: escaparme a rumiar las penas y a llorar, sola, todo lo que se me antojase. Y visitar a Octavio y a Pili, que tienen la virtud de amansarme el ánimo. Su casa es como un nido donde ir a curarse las heridas. Conté parte de ese viaje aquí, hace ya meses.
Me gustó conocer la génesis de varias de las novelas del autor que había leído tantas veces, y que me habían gustado tanto. Tener la oportunidad de que el propio autor nos cuente de dónde salieron tales y cuáles personajes, tales y cuáles lugares donde sus historias se desarrollan es un pequeño lujo; conocer el trabajo solitario, fatigoso, tantas veces frustrado del escritor; las entretelas que un autor va cosiendo aquí y allá, dándole forma a una historia que ni él mismo sabe dónde lo llevará; esos retazos de vida con los que irá armando, como en un collage, otra vida, ya autónoma de sus recuerdos y sus fantasmas, es algo así como si un mago se sentara un día por fin a explicarnos cómo hace sus trucos. Fantástico.
Pero la cuestión es que allí, en Santander, conocí a Celia, una inesperada compañera del curso que se sentó a mi lado la primera mañana, con la que desde el principio charlamos como si nos conociéramos de toda la vida, y que me acompañó muchísimo en esos días que yo había dado por solitarios. Y también allí, en Santander, le puse voz y cara a Carlos, a quien conocía "por escrito" de largas charlas compartidas en el blog de Muñoz Molina. Ni él ni yo sabíamos hasta entonces uno del otro ni siquiera el nombre (para mí, él era el enigmático "la mirada melancólica"; para él, yo era una argentina (se me nota mucho en cuanto escribo tres palabras) con el extraño nombre de "albertiyele").
Tanto con Celia y Diego (su marido), como con Carlos, seguimos después de esos días en Santander, a lo largo del año, conversando por correo electrónico o por teléfono. Los tres viven en Valladolid. ¿Por qué azares llegamos a conocer más, y a charlar más cómodamente, con una persona que vive a cientos de kilómetros de nosotros, de la que en algún caso no conocemos ni la cara, que con nuestro vecino de al lado, al que saludamos todos los días al entrar y salir por la puerta? ¿Por qué milagro encontramos en internet, donde tanta gente teme encontrar degenerados, violadores, asesinos seriales, secuestradores, estafadores y toda una galería interminable de criminales, a gente buena, inteligente, divertida, con la que además compartimos a veces más que con nuestros parientes más cercanos? No lo sé, y ya no quiero saberlo. Lo cierto es que a mí no me pasó una vez, sino varias. Y siempre, siempre, valió la pena.
Cuando pensé en que podría ir por primera vez a conocer la Feria del Libro de Madrid, quise también aprovechar ese viaje para volver a ver a Celia, a Diego, a Carlos. Y para conocer a Montse, de la que ahora les cuento.